Una
de las que se repiten una y otra vez en nuestros días es
«conflicto», ya sea en la boca de los periodistas, ya sea en las
páginas de los intelectuales; hago, pues, un pequeño ejercicio de
pensarla, y hago no tanto para establecer lo que es definitivamente
«conflicto»,
o lo que sería su significado universal, real o mismo fundamental,
sino que le doy vueltas a esa palabra, haciéndola rechinar y decir
un poco más que lo obvio y yuxtaponiéndola a otras palabras —pólemos,
bellum,
agon—
para que suenen, con alguna suerte, más que sinónimos, siguiendo
los versos de un poeta brasileño, Mario Quintana, que dice: «Esos
que piensan que existen sinónimos, desconfío que no saben
distinguir las diferentes matices de un color» (Caderno
H, 2013).
Entonces, para que no creamos (demasiado) que los sinónimos existen,
empiezo haciendo una breve etimología del vocablo «conflicto»,
donde, siguiendo sus rastros, llegamos a «conflictus»,
en latín, formado por el prefijo «con-»
y el participio «flictus».
Nos detengamos un rato, por primero, en el prefijo este (y sus
variaciones «co-/com-/con-»).
Si caminamos en su linaje en dirección al presente llegamos a
palabras castellanas como, por ej., cooperar, compartir y concebir,
en las cuales el pefijo da el sentido de «en compañía de», «junto
a» o «globalmente»; también nos llevará, si caminamos en el
sentido contrario, a la raíz indoeuropea «kom-»,
que significa «junto» o «cerca de», de la cual se desplegará el
vocablo griego «κοινός»
(koinos), «común», que nos ha dado, por ej., «cenobio» y
«epiceno»; pero también la raiz indoeuropea dará origen a otro
vocablo latino, «contra»,
que quiere decir «enfrente» y generará algunas palabras
castellanas como, por ej., «contra», «contrario» y «encontrar».
«con-»,
en breve, tiene que ver con «junto», «común» y «enfrente».
Siguiendo con la etimología, la segunda parte de nuestra palabra,
«flictus»,
es el participio de perfecto del verbo «fligere»,
que es «dañar», «chocar(se)»,
«pegar» o «golpear», como en «infligir» o «aflicto», advenido
del griego «φλάω»
(fláo),
«aplastar», «machacar»; a su vez, «flictus»,
en tanto que participio, es «golpe»
o «golpeado». Por último, se juntamos las dos partes, tenemos
«conflictus»,
«golpe junto», o aún, «el golpe entre varios»; pero, lo que me
parece subyacente ahí es que, pese al énfasis que se suele dar a la
idea de choque o pelea, el prefijo de esta palabra hace el componente
de partilla –de un lugar, de una materialidad, pero también, y
sobre todo, de una presencia y fuerza combativa– inolvidable;
lo hace de tal manera que sólo hay conflicto, yo diría, si las dos
(o más) partes involucradas actúan (en contra) o golpean a la otra,
de lo contrario, lo que hay es pura violencia,
es decir, es «abundancia de fuerza» sin una verdadera reacción o
resistencia ajena. Entonces, comprender un conflicto pasa
imprescindiblemente, de una parte, por reconocer un territorio de
disputa en común, y, de otra, por reconocer en el otro una fuerza
digna con la
que pelearse, alguien a la altura de golpeárselo.
Los
griegos antiguos, por supuesto un pueblo lindado por el conflicto –ya
sea aquel de los guerreros espartanos, ya sea aquel de los políticos
atenienses–, tenían incluso una personificación
de la guerra –muchas veces confundida con el diós Ares
o su versión romana, Martes– llamada de
Πόλεμος (Pólemos)
o «bellum»,
para los romanos. De ahí palabras como «polémico» y «bélico»,
es decir, «lo que pertenece a la guerra»,
pero también «duelo» (duellum);
este último, en especial, deja evidente en carácter ritualizado y
dignificado del conflicto para los griegos y romanos. El filósofo
presocrático Heráclito describe a Pólemos
como «el rey y padre de todos», con la capacidad
de traer todo a la existencia y de aniquilarlo; el filósofo alemán,
M. Heidegger, a su vez, interpretaba el Pólemos
heraclítico como el
principio de separación, «el que divide o aleja» –en alemán «Auseinandersetzung»: «conflicto», pero literalmente «aus» (afuera, separado) + «ein» (un) + «andere» (otro) + «setz(en)» (poner, ubicar) + «ung» (particula que hace del verbo un substantivo). Curiosamente,
el escritor griego Aristófanes, en una de
las historias sobre Pólemos,
cuenta que él intentara atrapar Irene
(Εἰρήνη,
pax,
para los romanos), la personificación de la paz, como manera de
dominarla y hacer a si mismo imparable,
lo que, seguramente, es impedido por las divinidades. En otra
historia, contada por Esopo, estaban los dioses
eligiendo sus matrimonios, uno a uno, y al final le toco a Pólemos
casarse con Hibris
(la arrogancia o el exceso), ya que fue la única
que se había quedado sin pareja; dicen que él la amaba mucho, pero
que ella lo abandonó, con lo que él se puso a seguirla por doquier,
con lo que se aconsejaba a no dejarse que Hibris
(la arrogancia, el exceso) se acercará sonriente
a la gente, a la ciudad o a la humanidad, puesto que Pólemos
(la guerra) llegaría
enseguida. Mismo un pueblo combativo, como los griegos y romanos,
sabe que la batalla solo puede generar frutos y dejar descendentes
si no es incesante y voraz, al punto de destruir
el mundo y a sí propio en su afán
guerrero —la fuerza creadora termina por poner
fin a sí misma, en especial si viene con el exceso y la arrogancia.
Sin
embargo, de todas las personificaciones griegas de la idea de
conflicto, tal vez el Agon
(Ἀγών)
sea la más importante y, seguramente, es la más solemne, encarnando
a la lucha —concursos, retos, disputas— en una forma de juego o
ejercicio, estando presente en los juegos olímpicos y en las piezas
teatrales, pero también en los debates filosóficos. Para el
filólogo (y filósofo) F. Nietzsche, el agon
griego fuera un principio
fundamental de la moral noble (griega) para la educación y
crecimiento de la fuerza de uno, gracias a la
relación con el otro, que nunca podría, entonces, ser más débil o
inferior que uno. Este principio, sin embargo, ya (casi) no lo es
capaz comprender y vivir el sujeto moderno, puesto que su manera de
hacer la guerra es miserable, al haber echado cualquier
ritualidad y dignidad en el combate: la blitzkrieg
(guerra relámpago) inaugurada
por los nazis eliminaba toda las separaciones
entre sujeto, tiempo y espacio militares y civiles, arrastrando la
guerra, que antes se hacía afuera de la ciudad, entre los
combatientes y por un tiempo determinado
del día, para adentro del perímetro
urbano, machacando cualquiera, sin aviso previo o
restricción de horario; conducta esa que fuera llevada a su máximo
de brutalidad con los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki
por los EE. UU. La falta de una ritualidad y la aniquilación del
adversario era impensable al conflicto agonista griego, lo cual
reclamaba un protagonista (πρωταγωνιστής,
el primero luchador o jugador) y un antagonista (ανταγωνιστές,
el luchador o jugador opuesto o que va en contra), dos sujetos, ya
sea en puntos opuestos de un combate, ya sea poniéndose lado a lado
en una carrera, compartiendo, en un mismo
espacio y tiempo, una misma batalla y con cierto grado de
respecto por el otro en el conflicto —en los golpes
juntos.
Al final, ¿nuestros conflictos nos hacen compartir un mundo o repartirlo, aniquilándose al Otro y su mundo?